desapego
Tenía muchas ideas girándome en la cabeza; la culpa la tenía Sábato aunque en realidad Alejandra, con sus ojos verdegrises. Ojos de un color que no tiene nombre me acuerdo que escribí una vez y después esos besos que eran como hacer flexiones: pura gimnasia, placenteros pero insignificantes. Se quedaron dónde los dejé en el instante exacto en el que cerré la puerta y paré un taxi. Me gustaba la palabra frenética: yo era la morocha frenética que gritaba de frío en la esquina de siempre. La morocha. No podía explicarle que el exceso de atención no era un halago sinó mas bien una molestia, un eco del pasado en el que yo no podía creer porque no podía haber verdad en ninguna de las palabras que salían de su boca. Y no las había: decantó por obvio pero despertó otra cosa, un desasosiego que me exprime desde hace un par de meses, la necesidad cuidadosamente enterrada. Que vuelvan esas palabras pero escupidas desde una boca sincera. 27, 27, 13, 9, 13, 13. No hay bocas sinceras pero las coincidencias me aterrorizan, el patrón regular y que existan dos bocas iguales, un beso ya usado. Los besos no deberían ser reciclables o en todo caso los besos reciclados sólo se pueden destinar a esa gimnasia absurda y aburrida. Yo le quería dar un beso nuevo pero no me salía, al igual que él sólo usaba palabras usadas y miradas vacías.
Más tarde, cuando dejó de sonar Albinoni y ya mediaba Sobre héroes y tumbas, mucho más tarde imaginé una foto llena de los relojes de Luz en la que faltaba su sombra, que sosteniendo un martillo debería gritar Aplastá ese reloj. Yo obedecería porque él tendría razón. Y no era Venezia.