Llegará el día en que, con júbilo, te recibas a ti mismo que llegas hasta tu propia puerta, frente a tu propio espejo, y uno al otro sonriendo se den la bienvenida. y se digan: siéntate. Come. Volverás a querer al extraño que fue tú mismo. Saca el vino. Y el pan. Que regrese tu corazón a sí mismo, al extraño que te ha querido toda su vida, al que ignoraste por otro, al que te sabe de memoria. Esas cartas de amor en las estanterías, quítalas; y las fotos, las notas abrumadas. Corta tu propia imagen del espejo. Y siéntate. Hoy hay fiesta en tu vida.
El me contó una vez que una creencia hinduista sostiene que cuando dos personas que se conocen sienten una inmediata empatía, se debe a que en algún momento sus almas fueron parte de un alma primigenia común. En eso pensaba la madrugada que la conocí, sentadas en un jardín fragante y temblorosas por la helada. Tenía la boca muy grande y los dientes brillando brackets. Mientras hablaba, no podía dejar de mirar como sus labios contorneaban palabras. Tuve la mejor charla de mi vida entre cervezas, cigarros y chocolate. Lo hablamos todo. Ella verbalizó los pensamientos que nunca dije en voz alta, con sensible inteligencia. La mirada era suave y no intimidaba. Cuando ya casí amanecía, indicando que habíamos pasado toda una noche rezando ideas, me hizo la última pregunta, la que habría de definir la charla. Le contesté. Sonrió. Con la boca un poco torcida escupió una bocanada de humo. -¿Estás segura? - me dijo - Sí. - ¿Segura? - Sí. - ¿Segura? - Sí. Pero dudé.